La Revolución Francesa no fue más que la expresión política de una crisis de pensamiento y espíritu que se inició en Occidente con el nominalismo en el orden filosófico y el protestantismo en el orden religioso. Las ideas Ilustradas aún balbuceaban cuando empezaron a lograr sus éxitos políticos. Tras la caída del Antiguo Régimen, todo se impregnó de nuevas y difusas ideas que quisieron ocupar el espacio de la religión. La modernidad se estaba asentando. La restauración borbónica tras la caída de Napoleón ya estaba contaminada de esa modernidad por mucho que disimulara en sus formas pseudoabsolutistas. Pronto se sucederían nuevas revoluciones como la de 1830 que llevaría a Luis Felipe de Orleans al trono. El apodado como “Felipe Igualdad” ya anunciaba la descomposición de la monarquía en favor de un constitucionalismo igualitarista de corte republicano.

En 1848, se produciría una oleada de revoluciones en Europa denominada la Primavera de los Pueblos. Antecedida por las llamadas Revoluciones de 1820, la de 1848 evidenció la muerte definitiva de toda posibilidad de restaurar el Antiguo Régimen. El liberalismo y el nacionalismo fueron las dos formas de manifestarse el espíritu revolucionario. Este aún no residía en las masas sino que provenía de unas elites como las forjadas en la Francia de Guizot y su lema: “Enriqueceos” (a costa de las clases populares). La muerte de los viejos gremios permitió la emergencia de un liberalismo económico indisociable del doctrinal. Mientras que se robustecía una burguesía que apenas encontraba limites a su expansión, proporcionalmente aumentaban sus víctimas materiales y espirituales. No es de extrañar que, ante las masas de población hundidas en la miseria y desarraigadas por los procesos revolucionarios, desde pequeños círculos casi esotéricos, masónicos y revolucionarios, surgiera en 1848 el Manifiesto comunista.

El comunismo y el socialismo tendría que esperar unos años para manifestar su violencia destructora. En el último tercio del siglo XIX alcanzó su primer hito con la revolución de la Comuna en París en 1871. Durante 60 días, las masas obreras ocuparon el poder en París, tras la debacle de la Guerra Franco-Prusiana. La corta vida de la Comuna fue un espejo donde más tarde se reconocerían los bolcheviques y la celebrarían como una victoria propia adelantada en el tiempo. El siglo XIX fue también -como hemos dicho- el del nacionalismo y la aparición de nuevos estados nacionales que desarticulaban los viejos equilibrios de los imperios europeos;  es la centuria que ve nacer las masas obreras que intentan articularse en las famosas Internacionales Obreras que pronto se manifestarían como ateas y revolucionarias. Indudablemente la Iglesia católica se encontraba ante una nueva realidad que ponía en peligro su propia existencia.

Las viejas condenas a las clásicas herejías cristológicas o sobre la gracia u otros aspectos de la fe, parecían carecer de sentido en esos nuevos tiempos. El enemigo, siendo el mismo, se había transmutado en ideologías e idolatrías políticas. Los errores antropológicos, ciertamente, escondían los errores teológicos y el pueblo fiel esperaba las orientaciones de sus pastores. Fue así como nacería el magisterio social y político de la Iglesia. Este, iniciado anteriormente por papas como Pío IX, encontró su baluarte en el llamado corpus leonino, o conjunto de Encíclicas de León XIII dedicadas a los temas sociales. A nuestro modesto entender, cabe destacar sin lugar a dudas, la Libertas (1888) como uno de los documentos pontificios fundantes de una reacción doctrinal contra los errores modernos. Esta encíclica culminaba con una precisión admirable, la doctrina que había asentado Pío IX en la Quanta Cura y el famoso El Syllabus errorum complectens praecipuos nostrae aetatis errores (Listado recopilatorio de los principales errores de nuestro tiempo).

Tanto Pío IX como León XIII fueron denostados por los llamados defensores de la modernidad. Ello era signo inequívoco de que la doctrina contenida en sus encíclicas era una medicina eficaz contra las enfermedades espirituales que iba difundiendo principalmente el liberalismo. Mucho antes, Gregorio XVI, en la encíclica Mirari Vos (1832) ya avisaba que la llamada “libertad de conciencia” era la puerta por la que entraba “este pestilente error […] escudado en la inmoderada libertad de opiniones […] para ruina de la sociedad religiosa y de la civil” (§10). León XIII fue consciente que la falsa libertad del liberalismo se iba presentado en grados y formas diferentes hasta alcanzar: “La perversión mayor de la libertad, que constituye al mismo tiempo la especie peor de liberalismo, consiste en rechazar por completo la suprema autoridad de Dios y rehusarle toda obediencia, tanto en la vida pública como en la vida privada y doméstica” (Libertas §25).

La Rerum Novarum de León XIII, una Encíclica tardía y madura (1891) alertaba de que los males del liberalismo desembocaban inevitablemente en injusticias sociales que acabarían generando ideologías perversas y violentas como el anarquismo o el socialismo. Estas defendían la confrontación contra toda forma de orden social: “Es mal capital, en la cuestión que estamos tratando, -denunciaba León III– suponer que una clase social sea espontáneamente enemiga de la otra” (§13). Evidentemente las miserias provocadas por una burguesía liberal sin frenos morales, arrojaba a los obreros a las ensoñaciones de ideólogos revolucionarios que representaban el reverso de la misma moneda liberal. Por ello el Sumo Pontífice denunciaba: “Los errores de los intelectuales depravados ejercen sobre las masas una verdadera tiranía” (Libertas, §18). León XIII había anticipado todos estos peligros en una Encíclica menos conocida -la segunda de su Pontificado- llamada Quod Apostolici Muneris (1878).

El objeto de este documento era desvelar: “la mortal pestilencia que serpentea por las más íntimas entrañas de la sociedad humana”. Una enfermedad que refleja: “la cruda guerra que se abrió contra la fe católica ya desde el siglo decimosexto por los Novadores, y que ha venido creciendo hasta el presente” (§7). El Papa, no tuvo reparo en poner nombre a los enemigos: “hablamos de aquella secta de hombres que, bajo diversos y casi bárbaros nombres de socialistas, comunistas o nihilistas” (§2). Constantemente encontramos en los documentos magisteriales cómo se relaciona la causa de estos desvaríos doctrinarios con la codicia de los bienes materiales, que es la raíz de todos los males (§4). Quizá lo más sobresaliente de esta encíclica, es la advertencia de que el socialismo empezó a cuajar en las masas obreras en la medida que utilizaban el Evangelio intentando “forzarlo adaptándolo a sus intenciones” (§14).

Ciertamente, antes que la elaboración de un corpus del denominado socialismo científico o ateo, primero florecieron infinidad de doctrinarios socialistas que se llamaban cristianos e incluso iniciaron ensayos de sus utopías que inevitablemente acababan fracasando. Esta mixtificación contra natura que sacralizaba a las ideologías y secularizaba a la religión, llevaron al Papa a pedir a los obispos que vigilaran con “sumo cuidado en que los hijos de la Iglesia católica no den su nombre ni hagan favor ninguno a la detestable secta [el socialismo]” (§34). En décadas posteriores y entrados en el siglo XX, el magisterio no cejó en intentar desenmascarar el socialismo como hijo del liberalismo. Y así, con motivo del 40 aniversario de la Rerum NovarumPío XI publicaba la Quadragesimo anno (1931) a la que siguieron otros muchos documentos papales.

(continuará)

Javier Barraycoa

Javier Barraycoa