Empecemos por el principio: Homo homini lupus. Sin comprender esto no es posible adentrarse en los caminos de la política sin perderse.

Ya lo proclamó Plauto hace veintitrés siglos y desde entonces lo han repetido no pocos sabios, de los que el más conocido fue Hobbes. Y aunque luego llegara el nefasto Rousseau para afirmar lo contrario, Freud lo confirmó con contundencia:

Los hombres no son criaturas amables que quieran ser amadas o que a lo sumo puedan defenderse si son atacadas. Por el contrario, son criaturas entre cuyos instintos se encuentra una intensa agresividad. Por consiguiente, su prójimo es para ellos no sólo un posible ayudante o un objeto sexual, sino también alguien con quien satisfacer su agresividad, explotar su capacidad de trabajo sin compensación, utilizar sexualmente sin su consentimiento, apoderarse de sus bienes, humillarlo, causarle dolor, torturarlo y matarlo. Homo homini lupus. ¿Quién, según su propia experiencia, se atreverá a negarlo?.

Por eso la historia de la Humanidad es un rosario de guerras, esclavitud, explotación, crímenes e injusticias. La naturaleza humana, desde Caín, siempre ha sido y seguirá siendo la misma. Solamente cambian las circunstancias y los detalles.

Con el siglo XIX le llegó al turno a la revolución industrial y, por lo tanto, a un nuevo tipo de explotación: la del proletariado a manos de los capitalistas. Ése fue el motivo por el que surgió el socialismo y otras doctrinas que lucharon por la mejora de la vida de los desfavorecidos. Porque los diversos socialismos no fueron los únicos interesados en lograr la justicia social. En posición destacada estuvo la encíclica Rerum Novarum, promulgada por León XIII en 1891 para exponer la postura de la Iglesia sobre la explotación económica del hombre. En ella se condenó la acumulación de riquezas en manos de unos pocos y la pobreza de la inmensa mayoría, la inhumanidad y la desenfrenada codicia de los empresarios, la voraz usura y el hecho de que “un número sumamente reducido de opulentos y adinerados haya impuesto poco menos que el yugo de la esclavitud a una muchedumbre infinita de proletarios”. Asimismo subrayó que los patronos tienen el deber de no considerar a los obreros como esclavos, respetar su dignidad, no abusar de ellos como si fuesen objetos de lucro, no imponerles más trabajo del que pudieran soportar sus fuerzas, edad y sexo y pagarles un salario justo, pues lo contrario sería “un gran crimen que llama a voces las iras vengadoras del cielo”.

Diez años después, en 1903, el egregio novelista Jack London escribió un breve pero sustancioso artículo en el que declaró los motivos de su conversión al credo socialista tras su individualista juventud. En Cómo me hice socialista explicó que en sus años jóvenes gozó de una salud de hierro, un estómago capaz de digerir chatarra y una fuerza que le permitió ganarse la vida con los trabajos más duros. Entre sus circunstancias y algunas lecturas de Nietzsche, juzgó la vida como una eterna lucha en la que los fuertes sobreviven y los débiles, enfermos y ancianos están destinados a sucumbir porque así lo dicta la inclemente naturaleza. Pero a los dieciocho años le dio por vagar por su país, colándose en trenes, mendigando y durmiendo a la intemperie, experiencia que recogería en su libro En ruta. Así conoció a muchos que habían sido tan jóvenes y fuertes como él pero que, pasados los años, sufrían las consecuencias de las penurias, los accidentes y unos trabajos agotadores tras los que sus patronos los habían “abandonado como a caballos viejos”. Aquel fue el camino de Damasco para London, que temió acabar arrojado a su vez a lo que llamó “el fondo del pozo social”. “Me quitaron mi individualismo a golpes de martillo”, resumió. Además, fue detenido por vagabundo, juzgado sin garantías, condenado a treinta días de prisión, encadenado, rapado y vacunado a la fuerza, lo que le llevó a perder el orgullo patrio que hasta aquel momento había sentido:

Algo de mi pletórico patriotismo nacional se aquietó y se filtró desde el fondo de alguna parte de mi alma. Al menos me parece que, desde aquella experiencia, me preocupo más por los hombres, mujeres y niños que por las líneas geográficas imaginarias.

Treinta años más tarde, en 1933, José Antonio Primo de Rivera escribió en España párrafos que habría podido firmar el norteamericano:

Lector: si vive usted en un Estado liberal procure ser millonario, y guapo, y listo y fuerte. Entonces, sí, lanzados todos a la libre concurrencia, la vida es suya. Tendrá usted rotativa en que ejercitar la libertad de pensamiento, automóviles en que poner en práctica su libertad de locomoción…; cuanto usted quiera. ¡Pero ay de los millones y millones de seres mal dotados! Para ésos, el Estado liberal es feroz. De todos ellos hará carne de batalla en la implacable pugna económica. Para ellos –sujetos de los derechos más sonoros y más irrealizables– serán el hambre y la miseria.

En otro texto posterior sobre la misma cuestión, el dirigente falangista explicaría que “el socialismo vio esa injusticia y se alzó, con razón, contra ella”. Pero deploró que la solución propuesta por los socialistas fuese la lucha de clases y la sustitución de la tiranía de la burguesía por la dictadura del proletariado.

Ha pasado un siglo desde que las palabras arriba mencionadas fueran escritas por plumas tan dispares, un siglo en el que, al menos en lo que solemos llamar Occidente, han desaparecido las enormes desigualdades sociales de entonces y la explotación del proletariado. Hasta el propio proletariado, mayoritario hace un siglo, se ha transformado en una casi universal clase media. Y también han desaparecido los regímenes socialistas que surgieron como respuesta al mundo capitalista y que, tras pocas décadas de tiranía, se derrumbaron por su propia incapacidad.

Extinguida su justificación y fracasados sus modelos, los izquierdistas posmodernos se han apuntado a mil y una causas fragmentarias pero conectadas entre sí que les permiten seguir metiendo cizaña y lustrando sillones ministeriales: la adoración de nacioncitas de tablado de marionetas, la erección de nuevas fronteras para perpetuar los privilegios de las regiones ricas, la justificación de terroristas, la masacre de millones de niños en los vientres de sus madres para que éstas puedan seguir disfrutando de sus burguesitas vidas, la importación desde Asia y África de mano de obra barata que siga haciendo rentable el sistema capitalista, la desquiciada ideología de género, el lenguaje inclusivo para que todos, todas y todes se sientan a gusto, la corrección política para prohibir las opiniones pecaminosas, la iglesia de la calentología, la normalización de la pederastia, el empoderamiento de los transexuales…

De la redención de los proletarios a la visibilización de los coños. Daba algo por ver la cara del bueno de Jack London alzándose de su tumba para contemplar en qué ha quedado el socialismo.

 

Jesús Lainz

www.jesuslainz.es

Publicado en libertaddigital.com

Jesús Laínz