En España la tradición constitucionalista apuntaba maneras desde su origen: la Constitución de 1812 fue elaborada en cuatro meses y la de la II República, los ponentes tardaron veinte días. En las otras tampoco se esmeraron mucho y el texto actualmente vigente fue redactado en tres meses. Un 6 de diciembre de 1978 se aprobaba la Constitución española. El autor de la misma, lógicamente, no fue el “pueblo español” sino unos pocos ponentes, cuya elección fue discutible.
Los peculiares padres de la Constitución
Los llamados “padres de la Constitución”, eran siete personajes que representaban a cinco partidos políticos. Tres de ellos, Gabriel Cisneros Laborda, Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón y José Pedro Pérez-Llorca Rodrigo eran de la Unión de Centro Democrático (UCD). Manuel Fraga Iribarne formaba parte de Alianza Popular (AP) mientras que Gregorio Peces-Barba pertenecía al PSOE. Además, Miquel Roca i Junyent procedía de CiU (y representaba a los nacionalistas en general) y, Jordi Solé Tura, del PSUC en representación del Partido Comunista de España (PCE). Ellos serían los encargados de elaborar el texto que luego se sometería a las cámaras. Tardaron menos de cien días, para unos fue mucho para otros demasiado poco. Esta premura sería una de las causas de que la Constitución tuviera tantas lagunas e incluso contradicciones.
Frente a otros procesos constituyentes, y en opinión de los expertos, hubiera sido mucho más correcto que el texto base hubiera sido elaborado por técnicos no políticos. Sin embargo, los ponentes eran inequívocamente representantes de diferentes y contradictorias tendencias políticas y se tenían que llegar a acuerdos a veces inexplicables desde la perspectiva de la ideología que decían defender. Se ha discutido también sobre el procedimiento de selección/discriminación del número de ponentes y, sobre todo, su representación proporcional. En todo proceso constituyente todos los grupos parlamentarios de las Cortes constituyentes deberían estar representados. En el proceso español no estuvieron presentes ni la minoría vasca ni el grupo mixto. He aquí una de las explicaciones de por qué el PNV se abstuvo en la votación final del proyecto constitucional y en Euskalherría ganó el No sobre el Sí. Y este siempre ha servido de argumento para que el nacionalismo vasco reivindicara sus posturas mas radicales.
El ambiente en el que se eligieron a los ponentes tampoco era el más favorable pues se estaban llevando a cabo iniciativas jurídicas muy delicadas que implicaban a sensibilidades que podían hacer temblar todo el proceso. Por ejemplo, se estaba gestando la Ley de Amnistía o la restauración de la Generalitat de Cataluña, o también se estaban preparando los denominados Pactos de La Moncloa, de octubre de 1977. En medio de toda esta agitación se tenía que decidir quién representaría al “pueblo” y quien no. Todo ello explicaría por qué la aritmética parlamentaria, surgida de las elecciones del 15 de junio de 1977, no se vio reflejada en los ponentes de la Carta Magna. La composición de la plantilla de “padres fundadores” pudo haber sido tranquila y legítimamente otra muy diferente, pero el “consenso” de unos pocos se impuso sobre la realidad social una vez más. A este hecho, algunos críticos le llamaron la “patrimonialización” de la Constitución, como denunció en su momento el politólogo Josep María Colomer en su obra La transición a la democracia. El modelo español.
También, con el tiempo, han aparecido críticas sobre un proceso que unos llamaban “discreto” pero que ahora se reconoce como un acto político rodeado de “secretismo”. Los trabajos de la Ponencia se desarrollaron, entre agosto y diciembre de 1977, en medio del más riguroso de los silencios por lo que correspondía al resultado de los debates. De hecho, el primer borrador de una parte de la Constitución se hizo público a finales de noviembre de 1977. Pero ello fue debido no a un acto de “transparencia”, sino a una filtración. Malas lenguas acusaron a Peces-Barba de dicha filtración, pero en su escrito La elaboración de la Constitución de 1978, se encargó de desmentirlo categóricamente. Con otras palabras, el proceso constituyente (ilegal como ya dijimos por partir de Cortes ordinarias) se realizó en un momento poco adecuado y con premuras que tendrían graves consecuencias.
Conceptos claves con los que no se podía jugar
No deja de asustar cómo un texto redactado en pocos meses y discutido en poco tiempo por unas Cortes, puede llegar a determinar el futuro de una sociedad. Entre los temas fundamentales que sufrieron las tensiones del consenso estaba discutir sobre el sentido de la Nación, las naciones históricas o el principio de autodeterminación. En aquellos momentos se intuía la importancia de ciertos términos, pero sólo ahora somos conscientes de cómo una redacción en un sentido u otro, en un texto constitucional, puede transformar o abocar al conflicto a toda una sociedad.
La referencia a “España” y a los territorios que la integran la encontramos en el artículo 2º que reza así: “La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas”. El redactado generó un debate que implicaba directamente a los conceptos de nación, nacionalidad y región. Con ello se intentaba justificar si debía hacerse referencia o no, y en caso afirmativo cómo, a determinadas entidades territoriales. Era evidente que lo que subyacía era la discusión sobre el modelo de organización territorial del Estado y, por tanto, la estructura del propio Estado. Los senadores reales –respecto al uso del término nación o nacionalidad– se dividieron en dos posiciones muy distanciadas entre sí. Unos interpretaban ingenuamente –como ha demostrado la historia- que el significado de los términos nación y nacionalidad eran sinónimos y, por ende, nada peligroso. Otros avisaban que si se incorporaba en el texto constitucional el término nacionalidad, referido a una región o parte de la nación, suponía una fragrante contradicción respecto a la definición de soberanía y, a la larga, un conflicto constitucional seguro. Otros senadores, deseaban tomar como punto de partida la clásica distinción entre la “nación política” y la “nación cultural” para justificar el simultáneo reconocimiento constitucional de una nación española y de distintas nacionalidades o regiones en su seno. Evidentemente pecaban de inocentes y eran incapaces de sospechar que les estaban proporcionando “artillería constitucional” a los nacionalistas.
Los sectores más conservadores plantearon en los debates la eliminación de la alusión, en el artículo 2º de la futura Constitución, a unas “nacionalidades” diferentes de la “nación española”. Entre ellos se contaban Manuel Fraga, Licinio de la Fuente, Federico Silva, Francisco Cacharro o Gonzalo Fernández de la Mora. Un militar como Marcial Gamboa Sánchez-Barcáiztegui insistía en que debía suprimirse el término “nacionalidades” del artículo 2º. El argumento era que nacionalidad era una expresión ambigua y sin sustantividad propia, definida como cualidad de pertenencia de cada individuo a una determinada nación. Reconocer las “nacionalidades” era como reconocer diferenes naciones y con ello diferentes fuentes de soberanía. Como buen militar, le asustaba que la inclusión del término nacionalidades acabara generando un riesgo real de “desintegración nacional”. Con él se posicionó otro militar, Luis Díez-Alegría, argumentando que era un concepto incompatible con enunciado de una nación española única e indivisible, con el que se iniciaba el artículo.
Respecto a los intelectuales, decir que Julián Marías alegó que la ambigüedad del concepto daría lugar a graves conflictos por su posible uso político, que no cultural, dado que consideraba que nacionalidad: “se usa en el Derecho español y en el de los demás países, y en el internacional, en los tratados internacionales y en el uso común de la lengua en el sentido de que es el vínculo de pertenencia o la cualidad de conducción de alguien que pertenece a una nación». En cambio, en el texto constitucional se desprendía que era una “nación subordinada o subnación o parte de nación” (Cortes Generales, Constitución de 1978, Trabajos Parlamentarios, t. III y IV). Camilo José Cela propuso suprimir “nacionalidades” y “regiones”, que consideraba “polémicas, no bien definidas y, por ende, confundidoras”, y cambiarlas por la de “países” (Si hubiera prosperado esta sugerencia, quizá el lío en el que estaríamos ahora todavía sería mayor).
Torcuato Fernández-Miranda, más fino, pero a la larga dando argumentos a los nacionalistas, se acogió al principio de las nacionalidades de Mazzini y afirmó que “toda nación tiene derecho a organizarse en un Estado soberano e independiente”. Por tanto –argumento que luego esgrimirían los nacionalistas vascos y catalanes- la idea de nacionalidad implicaba soberanía. Además objetaba que si en la Constitución se hablara de nacionalidades y regiones, provocaría, a buen seguro, agravios comparativos e interminables discusiones. Luis Díez-Alegría avistaba peligros secesionistas y afirmaba que “va contra la corriente de la historia y no parece tener sentido en un mundo que camina lenta, penosa y difícilmente hacia integraciones nacionales cada vez más amplias”. Pero todas las advertencias fueron inútiles.
Cuando el centro-derecha de la UCD cedió ante las “nacionalidades”
Paradójicamente fue uno de los más conocidos falangistas reciclado en centrista, Landelino Lavilla, quien apostó por incluir –con ciertas observaciones- el término nacionalidades. En su intervención ante la comisión constitucional del Congreso de los Diputados de 9 de mayo de 1978, declaró: “[…] la utilización del término nacionalidades […] desde el punto de vista del Gobierno y de la responsabilidad que supone en una visión dinámica de la historia y de la política solo es aceptable como expresión de identidades históricas y culturales que, para hacer auténticamente viable la organización racional del Estado, han de ser reconocidas y respetadas incluso en la propia dimensión política que les corresponde, en la fecunda y superior unidad de España”. Este exmiembro del búnker franquista no hablaba por sí mismo, sino que exponía la línea oficialista que había adoptado la UCD. Así se demostró con las intervenciones, en el mismo sentido, de los centristas Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón y Rafael Arias-Salgado y por el senador Luis González Seara, abogando por disociar el concepto “nacionalidades” de “nación” o de “Estado”.
Los representantes del partido gubernamental, la UCD, como provenían en su mayoría de la estructura de poder franquista y de sus más distinguidas familias, tranquilizaron a los sectores más conservadores que defendían a ultranza la “unidad nacional”. La insistencia de los hombres de la UCD de que hablar de nacionalidades era una mera distinción semántica sin implicaciones políticas, acabó siendo aceptada por los más reaccionarios. Esta cesión, dolorosa para muchos de ellos, era necesaria para llegar al “consenso” con la izquierda y salvaguardar las “esencias” del viejo Régimen. Los representantes de la UCD, en ese momento los líderes visibles del proceso constituyente, no dejaban de afirmar que la inclusión del término nacionalidades -concebidas en base a criterios histórico/culturales- permitía constitucionalizar a la “nación española” como soberana, indivisible y titular de su autodeterminación. El colmo de la falta de intuición, ceguera o inocencia, era que los sectores centristas estaban más que convencidos que con esta cesión “semántica” en el texto constitucional tendrían contentos y satisfechos ab aeternum a los nacionalistas. O bien los nacionalistas les supieron engañar muy bien, o simplemente fueron incapaces de percibir que estaban pergeñando una Constitución “nacionalista”.
Con los años y la distancia, sorprende que furibundos franquistas, reciclados en pocos meses en centristas de la UCD, como Lavilla, caracterizaran el modelo de vertebración territorial en base a regiones y nacionalidades como una opción por un “Estado inteligente”, que implicaría: “rechazar como término de opción un Estado torpemente fundado en excesos centralistas [o] temerariamente inspirado en principios disgregadores”. Una anécdota sorprendente es la siguiente. En pleno debate sobre la “nación” y las “nacionalidades”, Luis Sánchez Agesta, viejo franquista y senador de designación real, presentaría una enmienda al artículo 2º en la que proponía que se reconociera la nación “española”. Hasta ese momento nadie había caído que en el texto constitucional se hablaba de nación, pero no de nación española.
Años más tarde, Fernando Garrido Falla, en su artículo La elaboración de la Constitución española: recuerdos personales, reflexionaba: “Por lo que se refiere al Artículo 1º. 2, quizás lo más importante haya sido la introducción de la palabra «española», que elimina el peligro de cualquier interpretación del texto tendente a fraccionar la soberanía en los distintos pueblos de España. En cambio, bien se observa que la diferencia con el actual Artículo 2º consiste curiosamente en afirmar simultáneamente cada uno de los dos principios antagónicos que en el mismo se contienen: por una parte, la «unidad del Estado» se refuerza con la «indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles», por otra, se consagra definitivamente el novedoso término «nacionalidades», con un sentido totalmente distinto del hasta entonces utilizado en el Derecho Civil (pertenencia de un individuo a una determinada nación) y que para muchos significó la posibilidad constitucional de concebir a España (o, si se prefiere, al Estado español) como una nación de naciones«.
Los posicionamientos de la UCD se alejaban del viejo Régimen y eran felizmente compartidos por representantes del Partido Socialista Obrero Español (PSOE) como Gregorio Peces-Barba o José María Benegas y del nacionalismo catalán, como Miquel Roca, encantados de que se diferenciaran los conceptos de “nación-Estado” y “naciones sin Estado” o “nacionalidades”, asumiendo la posibilidad de su coexistencia. Otra de las curiosidades de esas discusiones fue que los senadores reales Martín de Riquer, Mauricio Serrahima y José María Socías, integrados en el Grupo Parlamentario de Entesa dels Catalans, no intervinieron en los debates para defender el término nacionalidad. Quizá ello se debió a que eran hombres conservadores y les asustó el entusiasmo con que los socialistas defendían esas propuestas.
La postura de la UCD, senadores reales, socialistas y catalanistas moderados, quedaron “centradas” gracias a propuestas más extremistas que alarmaban a los sectores más conservadores. Por ejemplo, durante el proceso constituyente, algunos sectores más radicales, liderados por el senador catalán Lluís Maria Xirinacs proponían una Constitución federal, donde se reconociera el derecho a la autodeterminación de los pueblos. Esta postura no sólo tropezó con el enfrentamiento de los sectores más cercanos al franquismo, sino también de los socialistas y los catalanistas conservadores. Como describe Jaime Pastor en su curiosa obra Los nacionalismos, el Estado español y la izquierda, el que fuera diputado de Euskadiko Eskerra, Francisco Letamendía, planteó una enmienda al Título VIII, y al artículo 149, para que cualquier “pueblo del Estado” constituido “previamente en territorio autónomo” pudiera ejercer el principio de autodeterminación si tenía “voluntad” de hacerlo.
Paradojas de la historia, ninguna de sendas propuestas prosperaron, al carecer de apoyos entre las izquierdas –especialmente un domesticado PSOE- que, años antes, se habían manifestado a favor del reconocimiento de la plurinacionalidad del Estado. El consenso de las fuerzas democráticas estaba funcionando a la perfección. Todos los que sacrificaban algo era porque ganaban algo. Sin embargo el caballo de Troya en la Constitución fue la susodicha palabra: “nacionalidades”. En la Última Reforma del Estatuto de Cataluña, liderada por Pascual Maragall, se consiguió introducir en el preámbulo el siguiente texto: “El Parlamento de Cataluña, recogiendo el sentimiento y la voluntad de la ciudadanía de Cataluña, ha definido de forma ampliamente mayoritaria a Cataluña como nación. La Constitución Española, en su artículo segundo, reconoce la realidad nacional de Cataluña como nacionalidad”.
El que no quiera verlo que no mire. Pero la Constitución ha salvaguardado el nacionalismo (otra cosa muy diferente es el reconocimiento de la diversidad) y, por tanto, el nacionalismo tiene donde agarrase para defenderse y justificarse “constitucionalmente”.
(Continuará)
Javier Barraycoa
Publicado en Posmodernia